"La Bolsa" de Ricardo Gómez






Como buen amante del fútbol, Ricki era apasionado por los mundiales. Se los devoraba. Veía hasta los partidos que nadie miraba. Para el 98’, Argentina venía bien, lo que era un plus en esa antesala de expectativa.

Sin embargo la fiebre mundialista estaba siendo eclipsada por sus actividades en el profesorado. Se perdía partidos importantes sin cuestionarse demasiado. Sus múltiples amistades, en mayoría nuevas, la inminencia de los exámenes de mitad de año y la búsqueda constante e infantil de la chica que le gustaba, le habían ganado protagonismo a la cita máxima del fútbol.

Un día entraba al bar que estaba bajo autopista, al lado del Instituto. Paraguay le hacía un partidazo al local, con Chilavert a la cabeza. Ganó Francia en tiempo suplementario.

Lo mismo le pasó una ronda después cuando nuevamente Francia le ganara por penales a Italia. Dos grandes jugando un partido eliminatorio del mundial y yo boludeando por los pasillos, pensaba. No se lo hubiera permitido en otra época de su vida.

Para Gaspar la vida corría por otros carriles. A pocas cuadras del profesorado, lejos de la vida de Ricki, en otra dimensión de la realidad, andaba en la suya. Ambos ignoraban la cercanía física, pero seguramente habría quedado ridícula ante sus intereses del momento.
Gaspar se juntaba los fines de semana con sus “amigos” del barrio y salían “de gira”, como solían decir. Algunas veces como simples rateros en negocios de otros barrios, para no llamar la atención en el suyo, y sin repetir muy seguido la zona. Los más capos del grupo decían haber tenido otras experiencias delictivas, de las que se jactaban para exigirle las tareas difíciles a los más pichones y que estos corran los riesgos más grandes, como portar arma o ser quien tome con sus manos los objetos más grandes, quedando más expuestos.

Ya habían tenido todos al menos un ingreso donde habían tocado el pianito. Esos antecedentes para algunos eran un límite. Otros incluso habían quedado detenidos. Otros, continuaban presos. A Gaspar solamente lo habían encontrado con marihuana la vez que lo detuvieron. Ese único antecedente no era suficiente para aplicarle Ley de Drogas, pero uno más, podía complicarlo.
El grupo, en situaciones de necesidad, tenía actividad entre semana, lo que complicaba las cosas cuando no querían llamar la atención. Moverse en grupo un martes a la noche no es lo mismo que hacerlo un sábado.

Tenemos que hacer alguna, pero frescos no da.
Yo tengo.
Dale, ¿dónde nos juntamos?
En casa no porque siempre hay alguien.

El Pata y Gaspar eran los que siempre organizaban esas juntadas. Ante la negativa de contar con un lugar el miércoles a la noche donde verse, quedaron en encontrarse en Doblas y Valle. Caballito es un barrio donde siempre hay gente, más allá del día y la hora. Eso haría pasar algo más inadvertida la reunión, pensaron. Fueron poblando la esquina hasta llegar e ser siete. Aquello probablemente alertó a algún vecino y para cuando el grupo se dio cuenta que no vendría ninguno más, ya estaba la policía relojeándolos a una cuadra, en la esquina de Pedro Goyena.

Lejos de apichonarse, dieron una vueltita por el pasaje para desinhibirse aún más. A Gaspar le tocaba llevar la bolsa. Fueron por Doblas hasta Matorras, donde vivía él. Como casi todos los pasajes de Capital, estaba bastante oscuro de noche. Tomaron todos, de manera grotesca, sin reparar en disimulo, improvisando canutos con tickets de compras, usando un pequeño escalón de una de las casas del pasaje.
Cuando salieron de vuelta y llegaron a la calle Doblas, se encontraron con que el patrullero ya estaba en la esquina de Valle, a muy pocos metros de ellos. Gaspar no tuvo tiempo de guardarse la bolsa en el recoveco que se había hecho en las Topper entre la lengüeta y el empeine, ni tampoco en el escondite que tenía improvisado en el slip, donde suponía que sería más difícil de palpar en un cacheo. Se la metió en el bolsillo de la bermuda a las apuradas. No le quedaron opciones.

—Buenas noches señores, documentos.

Todos lo tenían menos él. Los policías no tardaron en palparlos. Ninguno tenía nada, salvo él.

A Gaspar le había tocado el más joven y flaco. Cuando llegó al bolsillo derecho de la bermuda se detuvo un instante, miró a sus colegas, luego al grupo de jóvenes, abrió el cierre, metió la mano, extrajo el sobre con cocaína, lo mostró a todos con su propia vista, lo miró a Gaspar,  lo volvió a guardar en su lugar y subió el cierre.

—Disculpemé oficial, es mío y es para mí, ellos no tienen nada que ver. Disculpemé…es la primera vez.
—Se quedan un minuto acá.

Todos conocían lo que venía. La policía debía buscar inmediatamente un testigo que pasara por ahí, solicitarle su presencia en el procedimiento de abrir el bolsillo, extraer la droga y que el testigo afirme la situación para luego trasladarlo a la comisaría. Ya con antecedentes, le aplicarían Ley de Drogas, iba a ser demorado y quién sabe luego, trasladado, o al menos detenido varios días.
Pero no le dio tiempo.
En cuanto el hombre giró su cuerpo y levantó la cabeza al igual que sus compañeros en busca de un transeúnte, Gaspar corrió como nunca antes en su vida. Tuvo un arranque eléctrico. Algo había explotado dentro suyo, como una chispa que activa un mecanismo; una mecha encendida que podía mantener, siempre y cuando no trastabillara. La adrenalina era suficiente para correr a una velocidad que jamás había desarrollado. El policía joven como en cámara lenta, salió corriendo tras él lo más rápido que pudo, tirando la gorra al suelo para que no le molestara. Gaspar daba zancadas gigantes como si eso lo ayudara a trasladarse más rápido. Temía pisar mal y terminar tirado con el tipo sobre él, esposándolo. “Date vuelta y poné las manos en la cabeza” imaginó o escuchó que le decía varias veces, pero su instinto de libertad lo llevó a ser fino en cada movimiento; agudizó cada zancada y brazada que dio, esquivando el cordón y los desperfectos de la vereda que conocía.
Giró a la derecha en Viel, sabiendo que a los pocos metros estaba el pasaje. Pensó que a lo mejor, si le sacaba la suficiente distancia, al meterse en el pasaje, el policía no llegaría a verlo, pero justo antes de volver a doblar, cuando observó sobre su hombro derecho, vio que el hombre tiraba ahora el machete para ser más rápido aún y que nada lo moleste en sus metros finales hacia su presa. Se lo había tomado personal y su buen estado físico hizo que acortara la ventaja que Gaspar había tomado.

Le quedaba una carta: Su casa estaba a 20 metros de la esquina. Si lograba sacarle esa diferencia al policía, se metería en el pasillo del PH y probablemente el tipo no vería en qué puerta; pero en la última curva se le cayeron las llaves del bolsillo. La de la puerta del pasillo y también las de su casa, que naturalmente estaban juntas, en una argolla sin llavero.

Por fortuna para él, la puerta de la calle estaba abierta.
Ya en el pasillo debía ir hasta la mitad y saltar la pared hacia su casa. La propiedad tenía un patio diminuto donde solo había lugar para una escalera de material, de un metro de ancho. La escalera, era todo lo que había del otro lado de la puerta del pasillo, hasta llegar ahora sí, a la puerta de su casa, unos tres metros más arriba. La puerta quedaba expuesta y desde el pasillo general se veía todo, por lo que Gaspar, pensó y ejecutó su idea en los tres segundos que demoró en cerrar la puerta sin llave y saltar la pared, para quedar agazapado al pie de la escalera, del lado de adentro. No tenía sentido subir hasta su puerta, sin la llave y sin tiempo para romper el vidrio de la ventana que daba a la pared e intentar entrar por ahí. El policía lo iba a ver desde el pasillo.

—¡¡¡Policía!!! ¡¡Abran, policía!!

Los del A y los del C escucharon pero nadie salió. El tipo recorrió varias veces el pasillo golpeando puertas y gritando.
En la esquina Gaspar se había cruzado con uno de los vecinos, que a propósito, no quiso entrar en ese momento.

—¡Policía!¡Salí de ahí!

Gaspar no sabía si el hombre seguía en el pasillo o qué estaría haciendo. ¿Dónde lo buscaba? Miró para arriba, pensando que si su mirada se cruzaba con la del policía asomándose, no había más nada que hacer. Se había sacado la remera y la tenía entre los dientes para absorber el sonido de la respiración agitada. La adrenalina le brotaba en cada inhalación y exhalación.
No supo cuánto tiempo pasó. No se escuchó más la puerta de calle. No se escuchó más nada. Cuando decidió entrar a su casa, lo hizo rápido, rompiendo con el puño el vidrio de la ventana pegada a la puerta, estirándose hasta alcanzar el pasador. Se hizo varios cortes en la mano y el brazo. Cuando abrió la ventana, se tiró de cabeza y la cerró. La hemorragia era más grande de lo que suponía. Se apretó fuerte con una sábana.
Se atrincheró en su pieza a esperar sin saber qué.

Para cuando escuchó la puerta de abajo y en seguida la de arriba, tenía un cuchillo y una faca casera entre sus piernas. Había puesto un mueble delante de la puerta de su habitación.

—¿Estás ahí boludo? ¡Dale! Los pibes te quieren  matar. Estuvieron dos horas esperando en la esquina porque el rati se llevó los documentos de todos. Encima dicen que te llevaste la bolsa.
—La tiré en la equina la bolsa.
Lo había dicho en voz alta por si alguien más lo escuchaba. Se sentía perseguido y estaba convencido que Leo, el hermano, había llegado con alguien más, con un policía que lo había apretado para que lo entregue. Finalmente y al ver la parsimonia con la que Leonardo miraba tele, se dio cuenta que no. Antes, se había quedado dormido.

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