Literatura Confesional

 

 

"El secreto doble", pintura de Magritte


Literatura confesional

 

En la literaturala escritura confesional es un estilo en primera persona que a menudo se presenta como escritura autobiográfica o pseudoautobiográfica, en la se pueden usar “yoes” muy cercanos a nosotrxs, o ficcionales, o personajes  o mundos diferentes, siempre en primera persona para dar cuenta de lo que se quiere contar desde una voz que interpela directamente desde: un diario, cartas, poemas, reflexiones, etc. Siempre son cosas íntimas, o cercanas, o muy puntuales que se usan para decir eso que queremos decir, la primera persona ayuda para establecer de forma concreta el pacto con quien lee, para incorporarle al proceso de lectura de ese tipo de literatura, y además porque al usar el “yo”, la persona que lee también tiene que inmiscuirse y leer ese “yo confesional” desde su propio “yo lector”. Para muchxs escritorxs lo confesional fue una forma de revelar cuestiones muy profundas u oscuras de una persona, y muchas veces tabú para las sociedades en las que vivían.

El término confesional tiene raíces en la idea católica de confesión : lx escritorx no solo está contando autobiográficamente su vida, sino también confesando “sus pecados” (con el correr del tiempo por supuesto, dejo de verse esto como pecado, y paso a ser lo que no se dice). Entre los primeros ejemplos se encuentran las Confesiones de San Agustín , quizás la primera autobiografía de Europa Occidental. Relata los hechos de su vida antes de ser católico y su conversión al catolicismo.

“Desde mi tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aún ahora no he podido acabar de averiguar el motivo.

Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.

Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida, por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es15 como un soplo de aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era mejor y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también ahora, ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero. Pero en el otro estudio, a que yo me incliné más, me obligaban a aprender los errados rumbos de no sé qué Eneas olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de Dido, que por amor de Eneas se mató a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la muerte que a mí mismo me daban estas fábulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi vida” (Confesiones, Capítulo XIII, San Agustín)

 “Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues, por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos  de ira y sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna las sentencias.

Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir lo que me tocaba, recibía más alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor en que se ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apóstatas.” (Confesiones,Capítulo XVII, San Agustín)

 

 

Para Safo de Mitilene (Lesbos 650/610-Léucade, 580 a. e. C.), poeta griega, por ejemplo sirvió para hablar abiertamente de su sexualidad, de su vida amorosa, de sus vínculos con otras mujeres además de hombres. 

 

De veras, quisiera morirme.
Al despedirse de mí llorando,
me musitó las siguientes palabras:
“Amada Safo, negra suerte la mía.
De verdad que me da mucha
pena tener que dejarte.” Y yo le respondí:
“Vete tranquila. Procura no olvidarte de mí,
porque bien sabes que yo siempre estaré a tu lado.
Y si no, quiero recordarte lo que tú olvidas:
cuantas horas felices hemos pasado juntas.
Han sido muchas las coronas de violetas,
de rosas, de flor de azafrán y de ramos de aneldo,
que junto a mí te ceñiste. Han sido muchos los
collares que colgaste de tu delicado cuello, tejidos
de flores fragantes por nuestras manos.
Han sido muchas las veces que derramaste
bálsamo de mirra y un ungüento regio sobre mi cabeza.

 


Haré una confesión:
amo lo que me acaricia

creo que el amor forma parte
del brillo
y la virtud del sol.

 


muéstrate, Gongula, que aquí te llamo
ven con tu vestido color de leche:
¡cómo vuela ahora el deseo en torno
a tu belleza!

pues con sólo ver tu pequeña capa
siento ya el hechizo, y estoy contenta
de que sea la diosa nacida en Chipre
quien te reprocha…

 

No era algo solo de Safo, todas las mujeres en la Antigua Grecia eran marginadas. Lo particular es que en muchos de sus poemas-les solían el trabajo de escribir epigramas (un tipo de obituario)- hablaban de las cosas que les pasaban, no escribían solo para cantarle a los dioses y diosas sino que también hablaban de lo que a ellas les pasaba. No es casual que hayan desafiado los círculos reservados únicamente para hombres, ya sea Safo con sus poemas sin tabúes, Corina desafiando a poetas hombres consagrados, Praxila compuso canciones con el sugestivo nombre de paroinia, es decir ‘canciones para acompañar al vino’, destinadas a su recitación después del banquete, dentro de un ambiente social y poéticamente característico de los hombres.

Erina (siglo V a.e.C) escribe sobre su amiga Báucide, que murió a los 19 años este poema:

 

al profundo oleaje

saltaste de blancas yeguas con alocados pies

«¡Ay de mí!» grité a grandes voces. Entonces, aún

[haciendo de tortuga,

a brincos saliste corriendo por el corral del patio.

Este fue mi lamento, infeliz Báucide, entre hondos

[sollozos.

En mi corazón las huellas [...] permanecen

 

A tal punto eran marginadas que lo que nos llega de su poesía es poco y está mal conservado. No es casualidad que este tipo de textos, fueran siempre de personas que quedan por fuera de “lo normal” socialmente, siempre este tipo de escritura formo parte de la gente que contó sobre su sexualidad, su género disidente, sus vínculos con otra gente que se supone no debían mostrarse a la luz, gente de otras etnias, o que hablaban de sus enfermedades o adicciones, etc.

 

La idea de “lo confesional” es marcada por primera vez por el crítico y poeta Macha Rosenthal, que fue la primera persona que utilizó el término en “Poetry as a confession”, un artículo que escribió sobre un libro de Robert Lowell.

La poesía confesional como tal surge en el siglo XX en los Estados Unidos, con poetas como John Berryman, Anne Sexton, Robert Lowell, Allen Ginsberg y Sylvia Plath. Pero esto no quiere decir que solamente deba limitarse (como vimos antes) “lo confesional” a este tipo de poetas, sino que las temáticas y formas de expresión pueden rastrearse en todas las épocas y géneros.

 

Carta de amor-Sylvia Plath

No es fácil expresar lo que has cambiado.

Si ahora estoy viva entonces muerta he estado,

aunque, como una piedra, sin saberlo,

quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.

No me moviste un ápice, tampoco

me dejaste hacia el cielo alzar los ojos

en paz, sin esperanza, por supuesto,

de asir los astros o el azul con ellos.

 

No fue eso. Dormí: una serpiente

como una roca entre las rocas hiende

el intervalo del invierno blanco,

cual mis vecinos, nunca disfrutando

del millón de mejillas cinceladas

que a cada instante para fundir se alzan

las mías de basalto. Como ángeles

que lloran por la gente tonta hacen

lágrimas que se congelan. Los muertos

tenían yelmos helados. No les creo.

 

Me dormí como un dedo curvo yace.

Lo primero que vi fue puro aire

y gotas que se alzaban de un rocío

límpidas como espíritus. y miro

densas y mudas piedras en tomo a mí,

sin comprender. Reluzco y me deshojo

como mica que a sí misma se escancie,

igual que un líquido entre patas de ave,

entre tallos de planta. Mas no pienses

que me engañaste, eras transparente.

 

Árbol y piedra nítidos, sin sombras.

Mi dedo, cual cristal de luz sonora.

Yo florecía como rama en marzo:

una pierna y un brazo y otro brazo.

De piedra a nube iba yo ascendiendo.

A una especie de dios ya me asemejo,

hiende el aire la veste de mi alma

cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.

 

 

Rezando en un boeing 707-Anne Sexton

Madre,
cada vez que le hablo a Dios
tú te entrometes.
Sales con tus bla bla blas en bloque,
otra vez con el asunto de las cartas.
Si escribo un poema
tú das un reporte contable.
Si hago el amor
me das las frases más graciosas.
Señora Sarcasmo,
¿por qué no te queda ningún hijo?

Ellos se aguantan sus reverencias.
Ellos se agachan con tu estilo.
Ellos se estrechan las manos –como-estás-tú
en esa misma forma inimitable.
Ellos se saltan la sopa con perejil
como tú nunca pudiste.
Ellos llevan a sus hijos en sus brazos
como tazas de chocolate caliente
como tú nunca pudiste
y todavía, todavía
con tu sonrisa, con tu hoyuelo, te imitábamos
te imitábamos a lo lejos…
el gran pino del verano,
la playa que te bañó de aceite,
el jardín hecho de narices,
la luna atada sobre el mar,
los grandes perros de sangre caliente…
la muñeca que me diste, Mary Gray,
o que tu madre me dio
o que me dio la crida.
Quizás fue ella.
Ella tenía un alma,
y era italiana.

Madre,
cada vez que le hablo a Dios
tú te entrometes.
Arriba en el avión,
bajo las nubes tan pequeñas como cachorros,
el fuego postrado en el sol,
hablé con Dios y le pedí
platicarle mis fracasos y mis éxitos,
le pedí que me hiciera un juicio moral
como lo hace.

Él dice
no has hecho,
no has hecho.

Madre,
tú y Dios
flotan con el mismo vientre
arriba.

 

Estos elementos “confesionales” se pueden encontrar en muchas formas de escritura, en Borges, en Clarice Lispector, Pizarnik, etc, ya sea a través de personajes, poemas, obras de teatro, de voces narrativas o poéticas, más “reales” o ficcionales que desde la primera persona abordan todo este tipo de cuestiones. Y no necesariamente hay que catalogar a todo como confesional, les poetas de Estados Unidos que nombramos antes quedaron ya catalogadxs bajo esa etiqueta, pero desde ya que no es lo único que podemos encontrar en sus poesías. Las etiquetas y los conceptos sirven para entender algún aspecto, dimensión de un fenómeno, no lo agotan. En el libro de arena, lo que se ve es el fanatismo de Borges por los libros, lo antiguo, lo religioso, y como lo fantástico es su excusa para decir lo que quiere decir.

 

El libro de arena-Borges

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. Enseguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

-Vendo biblias -me dijo.

No sin pedantería le contesté:

-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

-No solo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

-Será del siglo diecinueve -observé.

-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.

El libro de arena. Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.

En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

-No -me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

-Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

-Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

-¿Usted es religioso, sin duda?

-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

-Y de Robbie Burns -corrigió.

Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

-A black letter Wiclif! -murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

-Trato hecho -me dijo.

Me asombró que no regateara. Solo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.

Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

 

 

Un poeta colombiano que también suele ser asociado con ese tipo de poesía es Eduardo Cote Lamus.

 

Sí: en Segovia murió la savia de repente.

Y yo no pude,

no me fue posible.

 

Madre en mis cosas- Eduardo Cote Lamus.

 

Madre, yo aquí con mis cosas:

con este cuerpo usado que deseo cambiarme,

con el polvo pegado en el vestido, en los zapatos,

con esta cal que me mantiene el peso,

con esta ceniza que me hace mover las manos,

mover las sienes, que me alarga hasta un metro con setenta

y que de pronto se amasa con sueños para que me sienta

barro.

Madre, tu hijo cuenta

once años más desde el día de tu nunca;

tiene rayado el tacto, ríos tácitos en los ojos

y ha movido los pies por las horas

como buscando ser más hueso.

Te contaré, Madre,

me he dejado crecer las barbas

 

 

Lo confesional no solo tiene que ser “enfermedades metales, sexualidad y vicios” puede ser todo aquello que se vincule con nuestro mundo, y querramos decir, contar, etc.

 

Acariciando a charly miau después del trabajo-Xel-Ha López Mendéz

 

Mi gato y yo odiamos la riqueza

escribimos una nota para que se mueran los ricos

para que se les reviente la mano bajo la máquina textil

de unos chinos

bajo la máquina infernal de una marca bonita

odiamos a los ricos porque viven en los bosques

como los lobos como las princesas

y se comen los frutos buenos y el aire bueno

no queremos defender a nadie

nosotros también odiamos a los pobres

que se comen la sombra del fruto malo y el aire malo

y siempre enseñan una mano sucia

y nadie los entiende

mi gato y yo velamos por nuestro tazón lleno

he dicho lleno para que quede claro

ni desbordado ni vacío

he dicho velamos

porque los pobres se roban la tranquilidad del gato

y los ricos nos roban por las noches algo más que el sueño

odiamos la miseria

pedimos que a los ricos se los coman los gusanos

desde las tripas vivas

pedimos a los ricos que se acerquen y que les duela

algo que jamás se les quite

pedimos que a los ricos les duela

algo

alguna cosa

distinta en el cuerpo

alguna vez.

 

Siempre hay una declaración moral en la literatura confesional, no en el sentido de “bueno” o “malo”, o de moralina social, de valores y esas cosas, sino moral en el sentido de una práctica moral, propia, de decir lo que se quiere decir ya sea a través de algo ficcional o no.

 

Yo, monstruo mío- Susy Shock

 

…Yo, pobre mortal,
equidistante de todo
yo D.N.I: 20.598.061
yo primer hijo de la madre que después fui
yo vieja alumna
de esta escuela de los suplicios

Amazona de mi deseo
Yo, perra en celo de mi sueño rojo

Yo, reinvindico mi derecho a ser un monstruo
ni varón ni mujer
ni XXI ni H2o

yo monstruo de mi deseo
carne de cada una de mis pinceladas
lienzo azul de mi cuerpo
pintora de mi andar
no quiero más títulos que cargar
no quiero más cargos ni casilleros a donde encajar
ni el nombre justo que me reserve ninguna Ciencia

Yo mariposa ajena a la modernidad
a la posmodernidad
a la normalidad
Oblicua
Vizca
Silvestre
Artesanal

Poeta de la barbarie
con el humus de mi cantar
con el arco iris de mi cantar
con mi aleteo:

Reinvindico: mi derecho a ser un monstruo
que otros sean lo Normal
El Vaticano normal
El Credo en dios y la virgísima Normal
y los pastores y los rebaños de lo Normal
el Honorable Congreso de las leyes de lo Normal
el viejo Larrouse de lo Normal

Yo solo llevo la prendas de mis cerillas
el rostro de mi mirar
el tacto de lo escuchado y el gesto avispa del besar
y tendré una teta obscena de la luna mas perra en mi cintura
y el pene erecto de las guarritas alondras
y 7 lunares
77 lunares
qué digo: 777 lunares de mi endiablada señal de Crear

mi bella monstruosidad
mi ejercicio de inventora
de ramera de las torcazas
mi ser yo entre tanto parecido
entre tanto domesticado
entre tanto metido “de los pelos” en algo
otro nuevo título que cargar
baño: de ¿Damas? o ¿Caballeros?
o nuevos rincones para inventar

Yo: trans…pirada
mojada nauseabunda germen de la aurora encantada
la que no pide más permiso
y está rabiosa de luces mayas
luces épicas
luces parias
Menstruales Marlenes bizarras
sin Biblias
sin tablas
sin geografías
sin nada
solo mi derecho vital a ser un monstruo
o como me llame
o como me salga
como me pueda el deseo y la fuckin ganas

mi derecho a explorarme
a reinventarme
hacer de mi mutar mi noble ejercicio
veranearme otoñarme invernarme:
las hormonas
las ideas
las cachas
y todo el alma!!!!!!… amén.


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"Tirado en una avenida del conurbano" por Joaquín Rodríguez



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