"Otra noche en la vida de un perdedor" de Gabriel Ciambella


Otra noche en la vida de un perdedor-Gabriel Ciambella




Se acercó a la barra, sacó de la billetera los últimos euros que le quedaban y se pidió un cuba libre. Le sobraron unas chirolas que metió así nomás en el bolsillo. Era su cuarto o quinto trago de la noche, se sentía bien, en su mejor momento. Era tímido y un poco cobarde, y su autoestima por el suelo no ayudaba mucho; pero la borrachera le permitía amigarse por unas horas con la noche, el reggaetón y la bachata, e incluso olvidarse de la evidente ausencia de ritmo en sus caderas. 

Cuando volvió a encontrarse con Antonella y Carlos, le dijeron que querían irse, estaban cansados y listos para irse a dormir. A él no le convenció la idea. Su etílico coraje estaba en su punto más alto y creía inoportuno desaprovechar la ocasión. Les respondió vayan tranquilos, me quedo dando algunas vueltas antes de volver a casa, todavía tengo el vaso lleno. Tenía en mente quedarse cerca de Candelaria, la madrileña con la que había estado conversando, y así hizo. Se acercó y le preguntó cómo la estaba pasando. Ella era amigable, le siguió la conversación y bailaron un rato hasta que él le insinuó algo así como que estaría bueno besarse. Ella contestó que si bien le hubiera encantado darle el gusto, no quería que su hermano la viera. No supo si era cierto o una excusa, pero a los pocos minutos le dijo encantada de conocerte, lo despidió con dos besos en la mejilla y se fue con su grupo. Él se sintió algo frustrado, pero se dio ánimo: Tranqui campeón, la noche está en pañales.

Salió en busca de algún otro antro. Llegó hasta El Salero, un bar casi idéntico a los que había estado recorriendo, pero con más gente. El ambiente se sentía sofocante, se daban más empujones que pasos de baile. Igual no le importó mucho, entró dispuesto como nunca y empezó a encarar. Los primeros rechazos fueron amistosos, casi cordiales. Pero a la tercera chica no le gustó su determinación y le exigió que se alejara, que quién se había creído. Él le respondió en la misma sintonía, yo no me creo nadie, y tampoco te estoy obligando a nada, así que si no te parece mal... Ella lo interrumpió en seco y le insistió en que debía irse, que lo iban a matar. Un segundo después le entró una trompada en el ojo izquierdo que no vio venir, después le vino otra por el costado, y empezaron a lloverle piñas y patadas por todos lados. Enseguida se cayó al piso, aunque no perdió la consciencia. Se cubrió como pudo y se fue arrastrando. Cuando por fin llegó a la puerta, los patovicas que no habían intervenido antes, tuvieron el detalle de abrirle. 

Con su camisa de palmeras destrozada, una zapatilla y un lente de contacto menos y la cabeza toda sangrando, se acercó tambaleando a una ambulancia que estaba a pocos metros. Le limpiaron las heridas y lo llevaron al hospital mientras miraba los tonos naranjas, lilas y rosados del cielo reflejándose en el mar y se lamentaba tener que entrecerrar los ojos para poder ver el amanecer más increíble de su vida.


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