"Retrato de un hombre sublime" por Francisco Cansanello

 


No supimos nada de él hasta cuatro años después, no hasta el día que apareció con su saco y galera blanca con una pluma azul, el bastón con puño dorado pero no de oro, el sable del ejército de los que hay en el museo del pueblo y capa que quería parecer de terciopelo; todo arrugado y apolillado, la capa llena de polvo. Lo vimos bajar caminando –por la calle que corría al costado de la vía del tren y llevaba de la esquina del banco y el Hotel Del Plata, frente a la estación del pueblo–, a la plaza de la municipalidad. En medio de esa calle nos encontró a todos corriendo al muchacho menudo y encorvado que había amenazado a alguien en la plaza con un cuchillo y le había robado la bicicleta. Nos había ganado dos cuadras de distancia desde que lo habíamos empezado a correr, y no parecía en ningún momento que fuera a perder terreno, hasta que cometió el error de mirar para atrás, se llevó puesto un poste y no hubiera sobrevivido a las patadas y los palazos de la saña acumulada por los robos repetidos de hace meses de no haber intervenido él, que bajó por la calle chancleteando, aunque llevaba zapatos de cuero, sin perder en nada la gracia bendita con la que había enunciado cada palabra en los días de sus discursos en la plaza de la municipalidad, en los que entregó el alma un hombre excepcional al que seguir. No fue necesario que llegara hasta nosotros para que nos detuviéramos en el lugar, cayéramos de rodillas y algunos nos agacháramos en reverencia, como cada vez que lo veíamos entrar al teatro del pueblo para sentarse en su asiento reservado, cuando entraba en el restaurante de la planta baja del Hotel Del Plata donde solía cenar cada noche hasta el día que desapareció. No supimos nada de él hasta cuatro años después, no hasta el día que apareció con su saco, galera con pluma azul, bastón con puño dorado pero no de oro y capa — esos momentos volvieron a nuestra memoria, junto con su gracia bendita y el aura inefable de su presencia, con la que se acercó a nosotros y dispensó al ladrón de toda pena con su gracia.

En ese momento supimos, había vuelto su majestad.

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"Eran tres sueños en uno" de Tomás Araya

"Viejo con árbol" de Roberto Fontanarrosa

 

 



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