Con los perros a nuestro lado-Julieta de Lourdes
—¿Qué hacen allí?
—El pá nos dijo que saliéramos.
Que no fuéramos a entrá. Nos dio veinticinco centavu paʼ iʼ paʼ la tienda. Pero
la Rosita y yo ya nos comimus las galleta y ahora tamu esperando que salga.
—¿Está solo el pá?
—No —respondió Juanito con la
cabeza baja.
—Voy paʼ ve. Está empezando a
llové. No vamo a mojá.
—¡No, Calitos, no! —alzó la voz
temeroso Juanito.
Se escucharon unas voces.
—¡Calitos,
Calitos! Hirieron a tu papa.
—¿Dónde ʼta?
¿Qué le pasó?
—Le metieron
tres machetazu. El Hermelindo, borrachos en una pelea en la cantina. Hay que
sacaʼlo a la ciudá, o se te muere.
El niño
abrió la puerta del rancho sin hacer ruido mientras sus hermanos menores
miraban desde lejos. Escuchó sonidos extraños, parecidos a los de los gatos
cuando trepan por los techos de las viviendas del caserío. Lo que vio lo
aturdió. Cerró. Tomó a sus hermanitos y se fueron a casa de Lencho, el vecino,
porque el viento avisaba que lo que se acercaba era un gran temporal.
—¿Dónde está
mi pá? Lo quieru vé.
—Chiquillo,
te lo han dejaʼo esfarataʼo. ¿Paʼ qué lo quiere vé?
—¿Paʼ qué
más? Paʼ tá con él.
Carlitos, de
ocho años, llamó desesperado a la puerta del vecino. La esposa, Nieves, abrió y
les dio cobijo, en tanto el pequeño miraba por la ventana hacia el rancho
familiar, esperando en vano que su padre saliera.
—Calitos.
¡Vamos, vamos, llegó el camión!
—Pá, ¿qué me
le han hecho? —dijo lloroso cuando le vio las heridas—. Don Jacinto cuídeme a
la Rosita y a Juanito. Me voy con el viejo paʼ la ciudad.
—Dale
chiquillo. Apriétale fuerte la herida. Suerte.
La tormenta
llegó y el padre no salió. Ni siquiera para buscar a sus hijos, que sabía
debían seguir afuera, esperando. La vecina los acomodó junto a sus dos
pequeños, les dio un caldo de pollo y verduras de cena y los puso a dormir.
Hacía frío. Carlitos no dejaba de pensar en lo que había visto al abrir la
puerta. Estaba confundido. Apenas pudo dormir.
Amanecía
cuando escuchó los gritos de Hermelindo. Se puso en pie y corrió hacia el
camino. Le tocaba emprender una ruta difícil con su padre moribundo. Mucho más,
después del aguacero que había hecho destrozos en la ruta de tierra y piedras
que lo separaba una hora de la ciudad más cercana. Urgía atención médica.
El niño iba
solo en el vagón trasero, con don Luis al volante. El peso es importante en
estas condiciones. Apretaba la herida más profunda del padre, que yacía en el
piso frío y mojado del camión, tal como le dijo Hermelindo. Pero la sangre
salía y lo empapaba todo.
—Pá, no se
me vaya a morí como la má. No nos deje solos.
El padre
apenas tenía fuerza y conciencia para tranquilizar a su hijo. Seguía perdiendo
sangre, a pesar de los torniquetes que le hicieron en la cantina los amigos de
juerga, y de los esfuerzos de Carlitos.
Las ramas de
los árboles tiradas sobre el camino. El trino de los pájaros. El sol que ya
enseñaba su sonrisa, quitado de la pena, como si lo que ocurría en el vagón
sucio de ese destartalado camión fuera un sueño; la pesadilla de un niño que
veía a su padre desangrarse ante sus ojos nerviosos.
Las llantas
desgastadas de la furgoneta se hundían en el lodo. Don Luis bajaba y con un
palo largo aplicaba una palanca. Así cada cinco o diez minutos. Carlitos seguía
aprisionando el hachazo del padre con toda la fuerza de sus brazos desnutridos.
Se quitó la camiseta y hundió más en la herida. Antes de que don Luis volviera
a acuñar la llanta para sacarla de las honduras de la trocha, ya estaba
completamente roja.
—Pá, ¿qué
hacía usté anoche en la casa? ¿Po qué nos dejó afuera? Nunca antes lo había
hechu.
—Perdón mi
niño... Perdón —Carlitos tuvo que poner su oído cerca a la boca del padre para
entender lo que decía.
—¿Eso era
algo malu verdá?
—Sí, hijo
mío. Muy malu. Perdón.
—Pá, yo lo
perdonu. Pero no sé me vaya a i usté también. Lo necesitamu y lo queremu mucho.
Como a la mama.
Los perros
salían al encuentro del viejo furgón. Sin ladrar, silenciosos, caminaban al
lado de la camioneta mortuoria, como si se tratase de un cortejo fúnebre.
Carlitos los miraba de reojo. El también sentía que a cada metro que el
carruaje avanzaba su padre se apagaba. Lo veía en su mirada perdida, en sus
manos temblorosas al aferrarse a sus brazos.
El tronco de
un gran árbol había bloqueado el camino. Don Luis luchaba con hombría para
moverlo. Padre e hijo seguían hablando, aunque con gran dificultad.
—Me le han
rejundíu ese machete papa. ¿Fue por lo de anoche?
—Sí mijo,
por eso mesmo. Perdón.
Don Luis,
destilando sudor por todo el cuerpo, continuó la marcha. Lenta, tan lenta que
de haberlo llevado en hombros ya estarían más cerca.
—Pá, lo
quieru mucho sabe. No me vaya a hacé estu. ¿Qué le voy a decí al Juanito... Y a
su Rosita? Yo solo soy un niño...
—No mijo.
Usté es el hombre de la casa ahora. Cuídeme a sus hermanus y dígales que los
amu. Que les pido perdón. Pero yo me he sentiʼo muy solo desde que su má se nos
fue. Quizá algún día me entienda...
Luis bajó
otra vez a sacar la llanta trasera del fango.
—Don Luis.
Quédese tranquilo. Podemos regresá.
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Que texto tan potente, desde el titulo hasta el final. Lleno de emociones e imágenes palpables.
ResponderBorrarNarración amena y completamente atrapadora.
Muy bueno, crudo y real.
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