Como Dios manda- Juan Diez

 Como Dios Manda



 El tarro estaba vacío. Buscó en la alacena y en el depósito de herramientas. No tenía otro paquete, plata tampoco. La helada había quemado la huerta y en el gallinero había más gastos que huevos. No iba a caminar hasta lo de don Toro para pedir a esa hora. No fuera cosa que lo recibiera a escopetazos pensando que era un ladrón.

 Armó un atado de yuyos y lo molió con el mango de la maza. Pudo preparar el mate pero escupió tres al hilo para mejorar el sabor. No estaba conforme y pensó en endulzarlo pero tenía poco azúcar. 

 Pagar la deuda con la cooperativa eléctrica le había le había comido lo que tenía para comprar en el pueblo. Se había comido las dos gallinas viejas y las había hecho durar a base de guiso. De paso se ahorraba el alimento. Pero hasta ahí, no iba a matar más porque las necesitaba. 

 La idea de usar el rifle lo tuvo de mal humor pero al final se resignó. Claudia le regaló una caja de balines que tenía en el galpón. Resolvió fácil. Desparramó arroz en el piso de tierra, encerró al gato en la pieza y bajó una paloma por día. Se juntaban no menos de veinte así que si fallaba al apuntar, seguro le embocaba a otra. Hacía buches con el mate cuando sonó la bocina. Se asomó a saludar.

—Don Toro, buen día. 

—Voy al pueblo Serafín, me falta forraje. ¿Te traigo algo de la obrera?

—Fui la semana pasada, tengo. Más tarde paso para desparramar eso.

 El hombre movió la palanca y bajo la cabeza a modo de saludo antes de arrancar. Tenía ochenta y seguía sembrando. Lo estaba ayudando desde que los dolores de espalda le pusieron un límite.

 Entró y le puso alpiste al canario. Metió leña en la cocina y puso agua a hervir. El mate estaba tibio y el sabor, horrible. Cebó y sopló burbujas hasta que calentó de nuevo. En un pote tenía yerba usada que no mezclaba con el resto de lo orgánico porque el del INTA le había dicho que acidificaba demasiado. Sacó papas y empezó a pelarlas pensando en que ese año las semillas le hubieran venido bien, pero habían cerrado la oficina. No había terminado cuando se le ocurrió una idea. 

  Se secó las manos y lavó una asadera que le dio trabajo. La secó y puso papel de diario en la base. Volcó la yerba usada de los últimos tres días y vio que no tuviera olor ni estuviera enmohecida. Cubrió con más diario y apretó con una espátula para que el papel absorbiera la humedad. Repitió lo mismo tres veces. Puso más leña y apoyó una sartén en la hornalla hasta que calentó y le tiró la yerba. Sarandeó un rato con cada mano porque el hierro era pesado. Esperó cuidando de que no se quemará y la esparció sobre más papel para comprobar que estuviera completamente seca. Hizo un embudo y la vertió en un frasco de vidrio. Usó una tacita de metal enlozado, que necesitaba menos yerba. 

 Era casi mediodía. No almorzó pero despachó dos pavas, mateando como Dios manda.


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