"LyM" de Guido Quaglia
I
Era la primera vez que los acompañaba a comprar cigarrillos. Yo era el más
grande aunque no se notaba, y el nuevo en el grupo, pero ya había cruzado el
abismo de los 18 (había repetido un par de veces) y mis tres amigos todavía
tenían 16. Era bastante introvertido en esa época. Hasta que los conocí casi no
salía de casa y me intimidaba socializar, asi que la conversación estaba a
cargo de ellos.
Llegamos al kiosko. Nos atendió una señora que exhibía los alfajores y
chocolates de paquetes decolorados por el sol en una vidriera amplia y tibia,
con residuos de lluvia salpicada.
Habló Martín, el carismático del grupo. Le pidió unos Phillip Morris
mientras sacaba un mix de billetes arrugados de 2, 5 y 10 pesos del bolsillo.
Pero la señora se negó, nos dijo que volviéramos cuando tuviéramos edad para
fumar.
Retrocedimos unos pasos y Pablo se quejó en voz baja, "qué vieja chota,
en cualquier otro kiosko nos venden". De golpe, como si fuera una gran
revelación, me di cuenta de que tenía 18 años y sin decir nada me acerqué a la
ventanita y le extendí mi DNI a la kiosquera.
Le pedí unos Phillip Morris de 10, aunque de reojo miré con ganas los
difamados LyM mentolados, que según Martín tenían "gusto a
dentífrico".
Ese gesto me hizo ganar una palmadita en la espalda del buen Martín, siempre
adulador. Poco a poco se fue creando esta imagen alrededor mío de persona de
pocas palabras, pero asertivas.
En las semanas siguientes fantasearon con posibles usos para mi DNI. El más
votado, tratar de entrar a un boliche. Yo era más del bar con música baja para
poder hablar, asi que lentamente (y sugestionados por mi teoría de que sólo me
dejarían entrar a mí) se fueron olvidando de la idea.
El tercer amigo que no mencioné es Marco. Un pibe ingenioso y ocurrente,
pero problemático. Creo que fue el único que llegó a conocer mi casa. Uno de
los últimos días de cuarto año habíamos salido de clase al mediodía, se tomó
una botella de vodka que se había robado del chino y volvió a entrar al colegio
para declararle su amor a Victoria, que cursaba en el turno tarde. Lo tuve que
seguir, caminaba zigzagueando. Antes de llegar al patio me interceptó la
preceptora y me pidió nerviosa que me lo llevara.
Nos tomamos el colectivo y en 1 hora él ya estaba acostado en mi cama con la
campera vomitada todavía puesta. Mi mamá le hizo un té y se lo alcanzó sobre un
platito de porcelana elegante y con una rodaja de limón. Sólo le dije que
"se sentía mal".
Se volvió costumbre que saliéramos los cuatro del colegio y perdiéramos el
tiempo por Recoleta. Martín vivía cerca asi que a veces íbamos a su casa, a
veces a la plaza a fumar colillas de cigarrillos y alguna tuca que nos
encontrábamos. A veces nos sentábamos en una esquina (siempre la misma) donde
hay un edificio con ochava grande donde almorzábamos, tapada por el balcón del
primer piso. Entre todos podíamos juntar para una bolsa de pan y mayonesa, y de
vez en cuando nos sobraba para un poco de fiambre. A mí me gustaba cada tanto
alejarme de ellos y acostarme sobre el capó de una F100 que siempre estacionaba
ahí y mirar para arriba. Podía ver el mapa de un continente en los árboles,
donde el verde frondoso era la tierra, el cielo azul los océanos, y las ramas,
marrones, montañas y cordilleras.
Marco fue el primero en irse del grupo, siempre generaba conflictos y un día
Pablo no se lo aguantó más. Yo fui el segundo, cuando dejé el colegio para
empezar a trabajar.
II
Mi vida nómade se volvió sedentarismo monótono. Tenía una segunda casa,
tenía una nueva familia. Un nuevo auto, una libertad insospechada. El nuevo
trabajo no contemplaba francos ni jornadas acotadas
Me capacité para el nuevo puesto, los años fueron pasando y a los 23 decidí
que era hora de terminar el último año colgado de la secundaria. Fue una
casualidad que un amigo que no veía desde la primaria tuviera la misma idea, y
fuimos a parar como compañeros de banco. Todavía menos previsible era que
nuestras novias fueran amigas.
Mi camino al título no tuvo grandes traspiés. Fue una de esas épocas que se
esconden muy bien detrás del velo grisáceo del olvido.
Al trabajo me llevaba la notebook y releía archivos viejos de Word durante
la guardia nocturna, mientras fumaba unos LyM. Pero no veía nada que pudiera
corregir; el tiempo no había pasado. El adolescente cuya dieta se basaba en pan
y mayonesa escribía como yo.
Cuando salía a las 6 a.m. no volvía directo a casa. Seguía de largo por Panamericana
y me iba hasta quién sabe dónde. Amagaba con tomar la ruta 9, pero bajaba
antes. El fresco de la mañana y la resolana débil me ponían de buen humor. Los
fines de semana nos mezclábamos los que salíamos cansados de trabajar, y los
que conservaban un espíritu joven y salían del boliche.
Un domingo a la madrugada bajé por la colectora y me agarró el primer
semáforo de Libertador. Esta chica de pelo turquesa gastado me golpeó la
ventanilla. Tenía que ir para el mismo lado y el colectivo no pasaba hace como
dos horas, encima los zapatos le hacían doler los pies y por eso los llevaba en
la mano. Puso su mejor cara de damisela en apuros, pero mi primera reacción
siempre es la negativa. Insistió, y el semáforo era largo. La verdad es que no
me costaba nada, hacía frío y se veía cansada. Levanté el pestillo del seguro y
me dijo: "somos cinco", señalando la vereda donde había unas personas
más. "No puedo llevar a tantos, pensé que eras vos sola". El semáforo
se puso en verde y apoyé la mano en la palanca de cambios.
"Y si me llevás a mi sola?". Su voz tomó confianza. Le abrí la
puerta, saludó de lejos con la mano a sus amigos y arrancamos.
Las primeras cuadras las hicimos en silencio. Hacía frío, y yo estaba un
poco congestionado. Aspiré y mi sonoro, corto sorber de mocos hizo que iniciara
la conversación.
"¿Estás tomando?"
"¿Tomando qué?"
"Coca"
Tardé en responder.
"Eh, no, no, nada que ver"
"Ah, pensé que..." - y se dio dos golpecitos en la nariz con un
dedo.
La somnolencia que me había dejado la guardia de 12 horas se empezó a
disipar. Me puse un poco nervioso.
Unos segundos después me dijo:
"Puedo conseguir, si querés, bah"
No contesté. Ella enseguida desvió la conversación y me preguntó de dónde
venía. Hablamos y el viaje se hizo especialmente corto. Cuando llegamos a
Libertador al 6000 paré en la esquina. Me dió un beso en la mejilla y me dijo
"gracias", abrió la puerta y se bajó.
Bajé la ventanilla y le dije:
"Che, eso que me habías dicho...
Es lejos?"
"Es acá nomás...
Me puedo subir de vuelta y te llevo."
III
No voy a mentir, esa cosa se te agarra celosamente y el mundo se reduce a
dos opciones.
Es una mochila de correas apretadas.
Es el efectivo, el DNI, la tarjeta, y el pedacito recortado de bolsa de
nailon sellado con fuego por el peón de un ajedrez macabro y apagado con dos
dedos mojados en saliva.
Es como soñar con algo que no querés que se vaya. Lo agarrás fuerte, pero
cuando te despertás ya no está.
Y así fue durante años. Mi adicción fue tomando poder.
Retomé algunas costumbres que tenía de chico que no sé qué tan raras son.
Uno cree que caminar por el cordón de la vereda, no pisar las líneas de las
baldosas o ir tocando todas las varillas de la reja de una casa es
característico de uno, pero se termina sorprendiendo de lo comunes que son esas
manías. Yo me miraba al espejo y hacía caras raras. Me sonreía con los ojos
bien abiertos y me mantenía la mirada sin pestañar por un buen tiempo, mientras
me preguntaba: "¿cómo voy a llegar a viejo sin volverme loco antes?"
Creo que esa es una pregunta que todavía tengo que responder.
Pronto me volví demasiado inestable como para mantener una relación.
Demasiado distraído para tener una rutina. Demasiado ansioso como para tener
una charla normal.
Me consagré al ostracismo.
Mi tranza de confianza me dio su currículum. Me sirvió para enrollarlo y
prender el horno.
Al principio nos encontrábamos en Las Heras, pero un día me dijo que pasara
por su casa. No tenía mucho sentido simular que no sabía donde vivía, me había
dado todos sus datos. Nos conocíamos hace tiempo.
Ya no quería seguir con esto, me daba miedo dejar proliferar esta
enfermedad. No sabía hasta qué punto podía llegar y tampoco quería descubrirlo,
y en el camino a dejarlo tal vez podía hacer algún bien.
Como aficionado al ajedrez, sé que en un partido igualado la ventaja final
la dan los peones, ¿y qué más podía hacer yo? ¿Qué más, además de dejar
desabastecidos a un grupo de adictos?
Supongo que confió en mí porque tengo cara de buena gente.
Me esperó solo. Fui decidido.
Cuando se dio vuelta con mi plata para ir a buscar los 10 gramos me levanté,
saqué el martillo del bolsillo y le rompí el cráneo de un golpe sólido.
Me imaginaba una situación más violenta. Cayó con peso muerto sobre las
tablas de madera.
Sentí un shock de adrenalina. Bajé rápido la escalera. Sentía las piernas
débiles.
Crucé la cocina dispuesto a salir de la casa y me encontré con la puerta del
frente con llave. Sin detenerme retrocedí y emprendí la marcha inversa. El
perro que dormía al lado del horno se despertó, me miró y movió la cola. Subió
las escaleras conmigo mientras se me cruzaba por las piernas.
Llegamos a donde estaba Gonzalo, que todavía chorreaba sangre. Agarré el
martillo del piso y me lo guardé. Con las manos temblorosas le revisé los
bolsillos y ahí estaba la llave suelta.
Me quedé quieto unos segundos. El pecho se me agitaba por la fuerza de los
latidos y mi respiración se entrecortaba. El perro negro le daba lenguetazos al
hueco en la cabeza de Gonza.
Tal vez descreyendo la situación, sacudí ligeramente la cabeza como negando
lo que había hecho. Me espabilé y bajé de nuevo.
Volví a la puerta de entrada y cuando estaba por poner la llave en el
cerrojo alguien golpeó.
Apreté con fuerza el martillo. Golpearon otra vez. "GONZAAA,
abrime".
Abrí la puerta y dos adolescentes me miraron en silencio.
"Ahora vuelve Gonza"
Me fui rápido.
Llegando a mi edificio me miré en la ventana espejada de la casa de al lado.
Pareciera que, sin importar las circunstancias, las costumbres no se
desarraigan. Me di cuenta de que tenía una gota de sangre en la ceja, me froté
la manga varias veces hasta que la mancha cuasi seca se borró del todo. Abrí la
puerta del edificio y saludé al portero. Me metí en el departamento, después en
el cuarto, y me senté en el borde de la cama.
El libro de tapa dura con recopilaciones de dibujos de Breccia estaba en la
mesa de luz. Le pasé el dedo a la tapa grasosa con residuos de cocaína.
Empecé a hojearlo. Hacía más de diez años que no lo abría.
Me lo había dejado mi hermano. Cuando se mudó con la novia yo me quedé en
casa de mamá y lo investigaba. Trataba de copiarlo, me gustaba cómo a veces en
sus dibujos comunicaba más con las sombras que con lo que estaba a simple
vista. Quería mancharme de ese estilo oscuro brecciano.
Creo que tanta oscuridad me revolvió el estómago. Empecé a tener esta
sensación de presión en la cabeza, estas náuseas y malestar psíquico.
Me acosté en la cama en posición fetal y esperé la mañana.
El día llegó sin apuro.
Me había aguantado las ganas de consumir toda la noche. No tenía más. Podía
haber agarrado en la casa de Gonzalo, pero no me di cuenta. Tal vez podía
volver.
Capaz no era tan mala idea.
Seguramente podía volver, agarrar un poco e irme. O agarrar todo. Nadie se
iba a dar cuenta.
Caminé media cuadra y me paré. No era una buena idea.
Me volví para atrás y había una familia con un nene caminando atrás mío.
Sentí que sospechaban algo, que mi actitud errática les había despertado alguna
alarma. Por un momento se me ocurrió pensar que sabían todo. Fingí estar
pensando para dónde tenía que ir.
Los observé mejor. El padre parecía estar en su mundo, hablaba fuerte
mientras miraba un Falcon tuneado que pasaba. La madre agarró de la mano al
nene y le cambió el lugar. Cuando pasaron al lado mío ella estaba más cerca de
mí que su hijo.
Me di cuenta de que no estaba bien, y que no iba a poder superar esto solo.
Volví a sentir la presión en la cabeza y esta desesperación de catástrofe
inminente.
Tuve que llamar. Me habían echado, pero la obra social me cubría por tres
meses más.
Me desconecté de la vida.
IV
Uno de los primeros recuerdos que tengo de la clínica es el del psicólogo
entrando en mi habitación. Me saludó.
Le pregunté quién era. Se volvió a presentar, "Es muy común cuando
empezás a tomar medicación que te olvides algunas cosas, incluso los primeros
días enteros de internación. Ya nos conocimos, soy Guillermo, yo te voy a estar
haciendo el seguimiento".
Después de la visita de Guillermo (eran semanales) mi compañero de cuarto
volvió a entrar.
Se sacó la cajita del bolsillo, acomodó un cigarrillo sobresaliendo y me lo
ofreció.
"Hay un pibe nuevo re bardero. Se hace el loco hablando de que quiere
ir a estados unidos a hacer lucha libre. Es un pendejo de mierda, encima es un
palo. Lo cago a bifes si quiero"
Era temprano, ese primer cigarrillo de la mañana me cayó fatal.
Miré por la ventana y ví la esquina cuadriculada por la reja. Cerré el
vidrio y me crucé de brazos por el frío.
Las primeras dos semanas pasaron rápido, entre algún amague de arranque de
ira de mi compañero, los guisos de carne con costras gruesas de grasa y los dos
Lucky de 20 diarios.
Salía al patio y me sentaba en el banco de hierro y madera todo el día. Uno
de los internos nunca hablaba. Daba vueltas alrededor de la cantera de pocas
flores, durante horas. Tenía el pelo bien corto, seguramente se lo rasuraba con
la afeitadora.
Hacía movimientos con las manos, parecía estar explicando algo. Movía
ligeramente los labios y cada tanto acompañaba su discurso silencioso con una
expresión de sorpresa en el rostro. Al principio era un poco incómodo. Al final
me acostumbré. Puede parecer raro, pero sentía una especie de pacto entre
nosotros; él no me molestaba y yo tampoco a él. Hasta después del almuerzo
siempre éramos los únicos en el patio.
Cuando salíamos del comedor, él retomaba su actividad particular y yo
socializaba con otros.
Era un psiquiátrico, pero excepto por uno o dos, los demás estábamos por
problemas de drogas. El grupito de los más jóvenes jugaba a pegarse entre
ellos, hasta que una enfermera se daba cuenta. Los más grandes pasaban todo el
día tomando mate, hablando de cualquier cosa.
Después estábamos nosotros, los de entre 30 y 50. Jugábamos juegos de mesa,
copábamos la única tele del piso, hablábamos de nuestra recuperación.
Cada tanto uno de los pibes más chicos me venía a desafiar al ajedrez y
perdía. Uno en particular se había ensañado en que me tenía que ganar. No
jugaba mal, pero no se tomaba ni dos segundos para pensar, parecía que hacía el
primer movimiento que veía. A veces se arrepentía, me miraba y me volvía a
confirmar si "¿pieza tocada pieza movida?". Yo le decía que no.
Rápido agarraba otra pieza y la soltaba en el mismo lugar. Y después otra.
Después de una semana de tres o cuatro partidas diarias se rindió.
Cuando salí de la clínica parecía que venía del otro hemisferio. La gente ya
con las ojotas, la bermuda y la remera. Yo, acarreando un par de bolsas de
camperas, buzos y la bufanda que no entraba, alrededor del cuello.
Leé más de sus textos en su blog
http://luminografias.wordpress.com
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"Perro negro" (cuento) de Guido Quaglia
"Constrastes" de Claudia Riveiro
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