"Zancudos" de Adriana Quintero

 


—Cuéntanos un cuento, abuelo. 

—Mañana, niños, ya vamos a comer.  

Comenzaron a salir zancudos de los charcos que quedan después de la lluvia. Entraban por las ventanas, zumbaban por encima de las cabezas de todos.

—Abuelo, dale, uno cortico. ¿Sí?

—Abelo, dale—dijo la nieta más pequeña.

—Bueno, mientras está servida la cena les cuento algo que pasó cuando la abuela y yo éramos jóvenes. Una tarde como la de hoy, después de llover, fuimos al parque que quedaba cerca.

—Viejo, esta noche tendrán pesadillas y nos tocará meter a los tres en nuestra cama.

El abuelo le picó el ojo a la abuela y prosiguió:

—Cuando caminábamos por el sendero del patio oímos un golpe seco, acompañado de un crujido como cuando se quiebra una rama. ¿Saben a qué sonido me refiero?

Los tres asintieron.

—Del árbol más frondoso que estaba cerca de nosotros, había caído un niño. 

Nos acercamos. El pequeño no lloraba, tenía la cara gris y cuando nos vio, se empezó a arrastrar sobre el prado intentando pararse. 

La pierna derecha no avanzaba con él. Parecía un paquete, como un cojín pequeño metido dentro del pantalón. Se asomaba un zapato sucio que cubría un pie sin vida.

—¡Viejo! No les cuentes esas cosas. 

—Sí, sí. Sigue abue.

—Vieja, ¿recuerdas cómo nos miraba ese niño?

Ella estaba disgustada por el tema de la anécdota, pero veía a los nietos tan concentrados que no interrumpió más.

El niño empezó a llamar: papá, papá…, prosiguió el abuelo. Los amiguitos con los que estaba jugando se acercaron horrorizados. No entendían lo que había pasado. Pregunté si estaban con él y les conté que se había caído del árbol. 

Hay que avisar en la casa, les dije. Dos salieron corriendo y otros dos se quedaron. Miraban con asombro la pierna que no pertenecía a ese cuerpo y que se rehusaba a permanecer junto al muslo.

Quieto, quieto, tranquilo. Todo va a estar bien. 

Aproveché que el niño se había quedado quieto y tomé con cuidado la pierna y la corrí, intentando ponerla en su sitio para que no se viera la imagen tan grotesca. El niño comenzó a llorar a gritos, y se me arrastraba. Yo caminaba detrás, le organizaba de nuevo la pierna cuando se quedaba quieto.

—Y la abue, ¿qué hacía?

—Se quedó paralizada, no decía ni hacía nada. Pensé que en cualquier momento caería desmayada.

—Esa escena, quisiera borrarla de mí—dijo la abuela poniendo la mesa y espantando zancudos con la toalla de la cocina.

—¡A comer! ¡Vamos pues! No más cuentos crueles.

—Abue, Abue, ¿el papá y la mamá del niño, llegaron?

—Sí, claro. Llegó el padre, en bicicleta, se puso a llorar cuando vio a su hijo así.

Nosotros nos fuimos del sitio. No podíamos ayudar mucho.


La cena fue un tanto desastrosa; los pequeños estaban impresionados y no les pasaba la carne que había preparado la abuela, ella enojada con su esposo por haber contado la historia, no paraba de regañar, además, los zancudos les zumbaban tan cerca a los oídos que tuvieron que espantárselos unos a otros con las servilletas de tela. La abuela recogió los platos anticipándoles que lo que no comieron, sería el almuerzo del otro día.

—Abuelo, mira que recordé que en el colegio nos hablaron de la Patasola, ¿conoces esa leyenda?

—Son inventos de la gente de la región; claro, no ha de faltar el que las crea.

—Cuéntala, dale. Antes que llegue la abuela.

—Dicen que en el bosque vive una mujer monstruosa. Tiene una sola pierna que termina en forma de pezuña, como la de los cerdos, ¿saben? Da saltos entre los árboles para caminar. Lleva el pelo lleno de nudos, ojos muy chiquitos, boca grandota, colmillos enormes como de tigre. Es el alma en pena de una mujer que no quiso a su marido y lo engañó con otro. 

Los niños no se movían, ni parpadeaban esperando la continuación.

—Viejo, te dije que no les contaras más. Mírale las caras.

El abuelo, se rio. 

—Niños, saben que es mentira. ¿cierto? ¿me prometen que van a dormir bien esta noche?

—Si, abue. Continúa, por favor.

—Bueno, la mujer no alcanzó a arrepentirse por haber sido infiel, el esposo la sorprendió con el amante. Sacó el machete, mató al hombre y cuando la mujer quiso escapar, el marido le alcanzó a cortar una pierna. Luego, salió de la casa, le prendió fuego y escapó.

Los campesinos dicen que en las noches la oyen saltar en el bosque, algunos creen haberla visto. 

—Ahora sí, se acabaron las historias. Niños vayan a lavarse y alistarse para dormir. Esta noche duermen en nuestra cama, encenderemos el ventilador para espantar los bichos estos. El abuelo está castigado, le toca dormir en el sofá, yo dormiré en el camarote de ustedes.

Todos fueron a dormir.

La noche trajo silencio y con él los zumbidos parecían susurros.

Los niños desde la cama escucharon.

Los murmullos se volvieron quejidos de mujer. Se acercaban a la casa.

Los tres se agarraron de las manos, y apretaron sus cuerpos unos contra otros bajo la misma manta en la cama doble de los abuelos.

Los quejidos llegaron a la ventana, el temblor los dejó como piedras.

Sintieron sobre ellos un peso aplastante. No podían gritar. La voz no salía. Tampoco podían respirar con libertad.

Sus corazones galopaban sin rumbo dentro de sus cuerpitos. 

La opresión y los quejidos en sus oídos, los hundían en la cama, poco a poco, se fundían con las sábanas. Sordos perdieron la consciencia. 

En el cuarto de al lado, los abuelos escucharon el sonido de una madera que se quebraba. Se levantaron y entraron en la habitación donde dormían los nietos.

Los ojos se cerraron, la habitación estaba iluminada.

Los destellos salían del centro de la cama que, ahora, era un cráter profundo, humeaba. La nube oscura de zancudos susurraba.

Los abuelos tuvieron que manotear para espantarlos y poderse asomar entre pedazos de madera, almohadas, cobijas de lana y zumbidos.

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