"Eran tres sueños en uno" de Tomás Araya

 



Preludio del sueño.

Era una época en donde dormir no era lo mío. Mi vida se daba entre el tedio de la sincronía con mi pieza durante las 24 horas de los sietes días de la semana, mientras el mundo parecía quemarse a lo bonzo y la gente se refugiaba, más por miedo que por otra cosa.

Llevaba una rutina de ejercicios no menor, impulsada más por la ansiedad que por un amor al deporte. Hacía 1 hora y media de bicicleta en mi pieza 5 veces a la semana y entre 1 y 2 horas de pesas 4 veces por semana. Para dormir cuatro pastillas de melatonina y un té de melisa. A eso, una pastilla de Aero-Itan cada 12 horas para los dolores y puntadas por una hinchazón producida por un supuesto colon irritable no diagnosticado todavía, ocasionado por angustia y estrés.

Lo que pasó un día y ya me había pasado antes, fue que me excedí con las horas de deporte y terminé entrenando duro hasta las últimas horas de la noche. A todo eso, ya venía con un dolor de cabeza pre entrenamiento que derivó en un Tapsín mezclado con la melatonina y el Aero-Itan, lo que me dejó durmiendo con el cerebro activo.

Sueño.

Caminaba en las calles de una balsa de madera que se extendía a lo largo de un pacifico canal. El cielo era extrañamente gris, apunto de ser negro en esos lugares y por ahí caminaban amigos de todos lados compartiendo entre sí, amigos de colegio con los de la universidad mezclados con los de la vida, gente de todos lados siendo amigables.

Tenía que ir a un supermercado, salí de la balsa y me dirigí al lugar. La entrada estaba negra pero no de pintura, sino que por la falta luz, pero se apreciaban los contornos de las figuras que conformaban ese espacio. Básicamente eran líneas horizontales y verticales que hacían muebles, escaleras y pequeñas tiendas, pero todo oscuro, nada se veía.

Miré para todos lados, pero no había nadie, me introduje a la luz del supermercado y todo parecía estar como están las cosas después de un terremoto y una ola de terror. Los estantes estaban intactos pero los productos en el piso, no rotos, pero si desparramados como si alguien los hubiera tirado rigurosamente. La gente también estaba en el piso, los mismos amigos del colegio, de la universidad y de la vida estaban ahí, retorciéndose como las babosas cuando les echan sal.

No entres, me decían, pero entre igual. Caminé para verlos ahí, revolcándose en el piso, pasé por los pasillos del supermercado y vi cómo se revolcaban también los productos, vibraban de una forma extraña.

En ese momento me agarró algo, no tangible, sino una especie de aura circular amarilla, morada y roja. Me retorcía a 10 centímetros del piso y no podía arrancar. Intenté caminar, pero sentía como las vísceras, la tráquea, el cerebro y mis ojos iban a colapsar, empecé a vomitar la comida, la bilis y luego los pulmones trozo por trozo. En ese momento me di cuenta de que la energía extraña circular pensaba y tenía una intención fija.

Interludio.

Mis ojos despertaron de golpe, mi cuerpo no. Se iban cerrando de a poco, pero hacía lo posible por no volver a dormir. Sentía como una energía se materializaba de color morado y aparecía detrás de mis parpados cada vez que mis ojos se iban cerrando. Sentía también como subía por mis pies y mi espalda y volvía aparecer cada vez que mis ojos parecían cerrarse. Intenté luchar contra eso, pero finalmente mis ojos se cerraron.

Segundo sueño.

Me encontraba en una casa de un lugar del Sur en un barrio que fácilmente podía ser un barrio de la Florida, Macul o Quilicura, con la única diferencia que el cielo estaba gris y las calles mojadas, la humedad era algo constante en ese lugar.

Estaba con mi mamá y mi abuela en una casa de ladrillos rojos con un piso antiguo de esos que había que encerar cuando se hacía el aseo. Veían la tele en un sillón bajo a una escalera que les daba sombra y que llevaba a un segundo piso.

Por alguna razón tomé una bicicleta roja que se supone era mía y empecé a pedalear.  El barrio cada vez iba tornándose más singular, con jardines exóticos llenos de árboles que sobresalían de las rejas y no dejaban ver el interior. Seguí pedaleando y me metí a una casa que ya no parecía a una casa del barrio típico en donde se supone que estaba, había un tobogán, tenía tres pisos y la verdad parecía una mansión.

Subí al segundo piso y me asomé a ver por una terraza un parque bordeado por casas iguales a donde estaba. Había juegos grandes de colores llamativos con un tobogán que subía, bajaba y se enredaba yendo a muchas direcciones.

Después salí de esa casa y seguí pedaleando por la misma calle. El barrio volvía a ser un barrio normal, con ladrillos rojos y antejardines sin selvas como decoración.

Pedaleé por las manzanas y llegué a otra casa. Era más grande que en la que estaba con mi familia, pero era mucho más normal que la que parecía mansión.

Dejé la bicicleta afuera y entré, fui al segundo piso que era una sala gigante alfombrada y sin ningún mueble. Había tres tipos de unos treinta, me contaron que recién se habían cambiado de casa, que eran amigos y que les gustaba fumar yerba. Parecían conocerme, pero yo a ellos nunca los había visto.

Estábamos conversando, me mostraban la cocina, las piezas y de repente sonó una explosión. Nos asomamos por la ventana del segundo piso y a lo lejos había un hongo de fuego gigante con humo que se expandía. A unos kilómetros de eso había otro que se expandía con el humo y se escuchaban los ruidos estridentes de las explosiones.

Las explosiones se iban acercando de a poco hasta que se vio otro hongo a unos tres kilómetros de la casa, con el humo llegando a la casa a gran velocidad. Ahí me di cuenta de que el humo al llegar venía con fuego. Se escuchó el último estruendo que rodeó a la casa y parecía que el peligro había terminado.

Me asomé por la ventana y vi un hoyo gigante de unos cinco kilómetros. Los tipos de la casa estaban tirados en el piso recuperándose de la última explosión. Bajé por las escaleras y en el comedor había desaparecido la pared, ahí me di cuenta de que el hoyo gigante había llegado a los pies de la casa.

Dentro del hoyo, me fije que había los restos de un edificio que quedó de pie, pero destruido, el resto eran cañerías rotas y unas pozas de agua que se formaron cuando las tuberías se rompieron.

Por alguna razón empezaron a llegar los vecinos al living, como si el lugar fuera centro de acopio. Había gente llorando con frazadas sobre la espalda y gente abrazándose con tristeza, otros se asomaban a ver por la pared faltante el agujero de cinco kilómetros.

En ese momento me acordé de mi mamá y mi abuela. Fui a donde había dejado la bicicleta, pero ya no estaba, la calle estaba llena de gente. Uno de los tipos que vivía en la casa me ayudó a buscarla, pero desapareció al instante. Pregunté a la gente que estaba ahí, pero nadie decía nada, se la habían robado. Me empecé a desesperar por mi mamá y mi abuela, me empecé a alterar y a sudar.

Segundo interludio.

Abrí los ojos de golpe, estaba sudado, pero no me sentía cansado, estaba consciente. Vi la hora y eran las 7:44, podía seguir durmiendo, pero preferí ir a desayunar por si me despertaba tarde y no tenía ganas de saltarme una comida. Fui a la cocina, me hice un pan y me serví un vaso de leche para relajarme, desayuné, me di un par de vueltas en la cama y me fui quedando dormido como si me estuviera meciendo en una hamaca.

Tercer sueño. 

Venía saliendo del metro Universidad de Chile justo por la salida que está frente al campus central de la universidad. Estaba ella con ropa de colegio, me recibió con un beso en la mejilla y me tomó la mano. Me fijé y yo también estaba con ropa de colegio.

La Alameda estaba vacía, menos yo y ella, que estábamos ahí de la mano, me sentía pleno. A ratos llegaban amigos de todos lados, amigos del colegio, amigos de la universidad y amigos de la vida que nos saludaban y se alegraban de que estuviéramos de la mano.

Comenzamos a caminar en dirección a San Diego por la vereda del Instituto Nacional. Los puestos de libros estaban vacíos, pero vitrineábamos igual buscando algo que comprar para después leer en una banca por ahí, sentados los dos.

Seguimos caminando en dirección a los juegos Diana hasta llegar al parque Diego de Almagro, por ahí nos sentamos y abrimos los libros que nunca compramos. Nos miramos y nos dimos un beso, me sentía pleno.

Seguimos subiendo por el lugar de las bicicletas hasta llegar a un edificio. Nos metimos por el oscuro pasillo que se veía sucio, luego atravesamos una puerta en el primer piso y entramos a una pieza. Esa pieza y todo el lugar parecía estar en un hoyo. Había una pequeña ventana en donde comenzaron a aparecer los pies que iban y venían.

Nos acostamos en una cama desordenada y nos tapamos con la ropa puesta, nos abrazamos y empezamos a ver los pies de las personas que pasaban como si fuera la escena de una película documental en blanco y negro. Metió su mano por debajo de mi polera y yo metí las manos por debajo de su polera, su piel era suave como la vida, su olor era dulce como una canción que quería recordar. Sentí sus manos heladas y me abrazó, nos enredamos mientras se nos enrollaban las frazadas y nos volvimos a besar.

Epilogo del sueño.

Desperté mirando el techo, miré la hora y eran las 11:45. Me levanté, me serví un mate y comencé a escribir.

 

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"La sangre", poema de Tomás Araya

 

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